Ya volví de mis vacaciones en
Extremadura.
Dicen los sabios que algunos
viajes cambian la forma de ser y la manera de ver las cosas de la gente que los
realiza; que los maravillosos y emotivos recuerdos quedan para siempre grabados
en nuestro subconsicente, que nos cambian la vida, haciéndonosla ver desde una
nueva perspectiva...
Debo confesaros que es cierto: a
mí este viaje me ha cambiado.
He visto cosas, he oído cosas y he
sentido cosas que nunca antes había experimentado.
Ahora, soy una nueva mujé.
Todo comenzó cuando tuvimos que ir
a recoger unas cosas a casa de la señora abuela de mi novio.
La casa, se parecía mucho a ésta:
No, hombre. No tanto. Era blanca,
estrecha aunque muy grande por dentro.
Mi novio me había estado contando
historias de ésas en plan: casi mejor que no subamos al desván, ¿eh? Y no era
plan de contradecirle.
Total, que la luz no se encendía.
Por más que manipulara y manipulase el interruptor y otros botoncitos, no iba.
Hacía varios meses que la casa estaba deshabitada, porque la abuela de mi novio
se encuentra en otra ciudad.
Había que subir los escalones, así
que, linterna en mano y todo a oscuras, mi novio subió primero. Yo le seguía a
escasos centímetros.
De repente...
- Tía: yo no subo más.
-Pero, ¿por qué?
-Me da un huevo cague. Paso.
-Pero si tenemos que coger eso.
-Ya, pero que no.
-Pues trae la linterna, que subo
yo...
Ejem, ejem... ¿quién es el hombre
en esta la relación?
Al final, vinieron sus padres, su
tío y su primo a ayudarnos con la luz, sin éxito. El primo, para demostrar que
era un puro macho ibérico, tomó la linterna y se dirigió hacia arriba, sin
importarle que aquella casa diera más mal rollo que ver a la Duquesa de Alba
recién levantada.